El Blog de Rafa Benítez
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Juanma Morán
La historia de los enfrentamientos europeos entre el Liverpool y el Chelsea podría contarse de muchas maneras, aunque cualquier buen aficionado que se precie seguramente lo haría desarrollando la trama del famoso gol de Luis García en 'Anfield', aquel que algunos aseguran aún hoy que no fue (igual que tampoco fue penalti y expulsión la falta de Cech a Baros que precedió dicho remate en el mismo arranque del encuentro). Es lo lógico. Es la imagen más famosa, la más recordada. Sin embargo, cuando uno piensa el fútbol como algo que va más allá del resultado que refleja el marcador, puede ser que lo que cuente realmente no sea una acción deportiva y sí un gesto generoso, un acto romántico por parte de uno de los protagonistas del juego con la gente de la grada. Es entonces cuando el relato de la mencionada rivalidad presenta un discurso narrativo distinto. Me explico.
Fue durante las semifinales de la Liga de Campeones de la temporada 2006/2007. En la ida, en Londres, los de 'Stamford Bridge' se habían impuesto al final por uno cero, por lo que tocaba remontar una diferencia corta pero, al mismo tiempo, aparentemente inalcanzable. Porque contra un equipo hecho a golpe de talonario lo normal es que no tengas opciones y pierdas siempre. Tal vez por ello, cuando Agger equilibró la balanza no pensamos en la posibilidad de una prórroga y mucho menos en una muerte súbita desde los once metros. Resultaba tan extraordinario estar igualados en aquel momento que nos sentimos capaces absolutamente de todo. Incluso de hacer un segundo tanto que nos diera el pase directo a la final de Atenas. Nos equivocamos, al final no hubo novedades en el marcador. Por supuesto hubo tiempo extra y, por supuesto también, hubo tanda de lanzamientos desde el punto fatídico. Y sufrimos más de la cuenta, claro. Pero hubo quién, en medio de nuestra angustia, quiso aliviarnos.
Estaba todo preparado según los convencionalismos futbolísticos de la época. Los jugadores abrazados en el centro del campo formando 'piña', el primer lanzador evitando la mirada del portero (que defendía el marco del fondo contrario a 'The Kop') y el árbitro dispuesto para dar la orden. Y entonces, en la zona de banquillos, sucedió algo especial, entrañable, sólo reservado a los 'grandes'. Algo inesperado porque nunca lo habíamos visto, pero algo por otra parte lleno de una lógica aplastante si se pensaba concienzudamente. Lo que sucedió fue que nuestro entrenador, Rafa Benítez, se sentó en el césped como si fuera la mismísima representación de Buda. Los espectadores que estaban ubicados en las localidades cercanas al área técnica contemplaron la escena entre divertidos y extrañados, preguntándose por qué el entrenador local adoptaba semejante pose en una situación tan peliaguda como aquella. Eso sí, en lo que resolvían sus dudas, vieron con total y absoluta nitidez como nuestro equipo lograba la clasificación y, mientras lo celebraban, se dieron cuenta de lo que había ocurrido en realidad. Precisamente eso. Que no habían perdido detalle de nada porque el tal Rafa, con su particular postura, les había permitido disfrutar de ello sin restringir un solo ápice su visibilidad. Había decidido sentarse de esa guisa simple y llanamente para dejarles abierto el campo de visión. ¿Cómo pudo ser que, estando a punto de lograr otro triunfo histórico, el tipo se preocupara casi más por el disfrute y la comodidad de los hinchas que por el marcador final? En este caso la respuesta se me antoja inmediata. Porque siempre fue, es y será uno de los nuestros.